Gol de Nayim, sol de Nayim. Diecinueve años.


   NayimHa salido el sol. Tenía que ser. Un diez de mayo, todos los diez de mayo tienen un dueño. Un único propietario. Nadie más tiene derecho ni derechos. El Real Zaragoza es el autor de una epopeya que permanecerá suspendida en la mirada de los dioses del fútbol por toda la eternidad. Con razón, con razones. Con todos los versos que el ser humano ha sido capaz de escribir gastados por la inmensidad de aquella noche. Con todos los lienzos que cualquier pintor ha sido capaz de pintar colgados de las paredes de la Historia. Con todas las melodías que músicos de aquí y de allá han sido capaces de componer arrullando las manos blancas de quienes vivieron aquella ascensión a los cielos.

   El proyectil que Esnaider, el hijo de Mar del Plata, ubicó en el costado dolorido de Seaman, fue la primera página de un libro que no tenía índice, pero sí párrafos preparados en los vientos de los Campos Elíseos. Seaman, un portero que habría de vivir una noche alambrada que, seguro, nunca olvidará. Fue un golazo. Un boquete en la Vía Láctea que ningún «golie» habría sido capaz de evitar. La pierna izquierda del argentino estalló en un latigazo voraz, violento que provocó que la Tierra se balancease fuera de su órbita para anunciar a los meteoritos que les había salido un contrincante.

   Lo recuerdo. Muy bien. ¿Quién no? Volaron los abrazos en aquel punto de reunión, en Alcorisa. Varios cuerpos se juntaron al mío o el mío a los suyos en un baile de sudores y gritos azules, incrédulos ante la certeza de ser los primeros en golpear al gigante inglés. El partido era eléctrico e inquieto. Y el brillo del gol del nueve zaragocista se vio oculto cuando a los pocos minutos John Hartson firmaba el empate después de un jugada clásica de banda y pase de la muerte. Eran las tablas de París, la noche sellada por una igualdad en la que brillaba la fuerza londinense, por una parte, y el talento zaragozano por otra.

   Noventa, cien, ciento quince, ciento diecinueve minutos. Uno tras otro vimos caer en la arena de la esperanza los granos de la pasión, la que había llevado hasta Francia a miles y miles de zaragocistas que deseaban con el alma poder vivir un éxito del calibre de una copa de Europa. Ya no quedaba voz, los brazos pesaban después de miles de movimientos agitando las bufandas. Y fue entonces cuando Aragón conquistó Francia. 

   Como si Goya le hubiera prestado la paleta y los pinceles al chico de Ceuta para que recrease en un fresco lejanos fusilamientos, Nayim sujetó con su pecho de acero un balón rebotado por el inglés, lo aplacó contra el suelo y miró al cielo. Vio alrededor que Pardeza ratoneba, que Esnaider le marcaba la diagonal. Vio que el portero contrario le invitaba a la leyenda con una colocación seductora que nadie habría despreciado. Él tampoco. Cualquiera habría dudado. Él no. Bajó la mirada. Respiró hondo para quedarse con el aroma de la hierba del Parque de los Príncipes, porque él sabía que los olores y la música nos los quedamos para siempre en la memoria. Y golpeó con su alma musulmana el balón que inició una lujuriosa parábola. Le dio tiempo al zaragocismo a contener la respiración. El estadio se congeló. Zaragoza, Aragón entero levantó su mirada al cielo ya oscuro de aquella primavera. Y España toda. Porque entonces nos querían, nos admiraban. Éramos un equipo cercano, elegante, generoso con el buen gusto futbolístico.  

   Aquel «shot». Aquella rúbrica de la magia hecha fútbol llevaba la firma de la gloria. Se vio cuando el balón empezó a descender. ¿O era la luna que iluminaba nuestros corazones? Ese gol nos dio la felicidad. Nos dio grandeza. Nos devolvió todo lo que el Real Zaragoza le había dado al fútbol, que era mucho. A lo largo de sus 62 años de vida había paseado por Europa, por España, por Aragón una estela que le había convertido en grande. Nayim, como Esnaider antes, como todos los grandes jugadores que conformaron aquel equipo, como su entrenador, Víctor Fernández, fue el jugador que le puso cara al señorío zaragocista.

   Hoy hace 19 años de aquella tarde de Mayo. Solo le pido a la Virgen del Pilar que el próximo año, cuando cumplamos el XX aniversario de aquella gesta, quienes dirijan al club de mis amores sean gente decente, trabajadora, sensata, honrada. Zaragocista. Sé, algo me lo dice, que así será.

Un comentario

  1. Como olvidarlo, aun cuando uno ya flirteaba con el «colchonerismo».
    Y eso que no lo vi.
    Lo noté.
    Me preparaba para bajar al bar de abajo, con mis padres, y ver los penaltis. Y rogar. Aparté la mirada de la pantalla un segundo, solo uno. Lo justo para atarse las zapatillas. Y el suelo tembló, como tembló el alma de los miles de aragoneses (no solo zaragocistas) al ver ese balón que volaba. Aun ahora se me eriza el vello de la nuca al recordarlo. Y luego el estallido, los cláxones, los gritos, esa ciudad que gritaba en la noche.
    Gracias, Juan.

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